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Paseos

Es una sensación familiar. Es una especie de ritual voluntario que celebro cada sábado por la noche. Se trata de un típico paseo a las doce de la noche por el centro de la ciudad. No importa cual. Supongo que, como yo, en casi todas las grandes ciudades habrá gente que haga lo mismo. Mientras paseas, sueles pensar en cómo te ha ido la semana, el trabajo, piensas en la novia, los amigos, la familia, las multas, las facturas… piensas en todo y a la vez en nada. Llega el momento en que podrías dar el mismo paseo todos los días con los ojos cerrados y saber perfectamente por donde vas. Cuándo hay que cruzar los semáforos. En qué preciso instante pasas por delante de la tienda de gofres. Del bazar de electrodomésticos de segunda mano. De aquel pequeño motel al que te llevabas a follar a la novia de turno. Del viejo bar Tivoli, con su clásica cerveza de importación y sus menús a 7 euros. Esas noches, ves a jóvenes borrachos que van o vienen de algún local, sin importarle mucho si van o vienen, y sin tú saber demasiado bien si realmente saben si van o vienen. Ves burdeles, ves la fórmula exacta de lo que sea que exista entre la virtud y el pecado en forma de cuerpo de mujer que te ofrece ser tu acompañante a alguna especie de paraíso terrenal.
Cada pocos pasos, la luz de una farola ilumina tu espalda, tu nuca y, normalmente, tu cabeza. Tu cara nunca ve la luz en estos paseos, siempre mira hacia abajo; quizá pudiera estar mirando fijamente la acera en busca de algo que perdiste hace años o tal vez vigile el aspecto que presentan esa noche los pies que te sirven de medio de transporte. Ya sean zapatos o zapatillas de deporte. Sin ellos, haciendo un leve paréntesis, toda esta historia, no tendría sentido, al igual que no tendría sentido sin ninguno de nuestros sentidos o aptitudes. Finalizado el paréntesis, insisto en esas farolas grises con su luz amarillenta como pequeños recordatorios que te indican cuál es el camino a seguir esa noche, y te recuerdan de alguna manera quién eres y qué haces aquí o allí o donde quiera que estés paseando.
Normalmente, y sin que el lugar en el que vivas haga algún tipo de excepción al respecto, estas noches suelen ser frías. En ocasiones la luna no se atreve a hacer su aparición entre las estrellas. Estas ocasiones, visten el cielo de un tono grisáceo cortesía de la espesa niebla, que más que manchar el cielo, lo enmascara y te proporciona unas gafas de visión nocturna especiales. Las estrellas desaparecen, la luna tiene miedo de que tu vena voyeur salga y cierra con pestillo la puerta de la madrugada. El amarillento de las farolas se torna sepia, el suelo se humedece y corres el severo riesgo de perder tu verticalidad. Pero no paras. Si acaso, caminas más lento, pero te acercas inexorable a tu incierto destino nocturno. Rara vez llueve. Y si llueve, te gusta experimentar la sensación de caminar sin paraguas, mojándote. Las manos en los bolsillos y el paso firme, la lluvia, según la perspectiva, acariciándote como la más servil y entregada de las esposas o castigándote la mayor parte de los rincones de tu cuerpo, como si millones de alfileres buscaran un punto exacto donde clavarse. La imagen de una silueta oscura y cabizbaja, bajo la luz de una impasible farola, en comunión con miles de gotas que fluyen eléctricas, amigos, no tiene precio. Casi diría que prefiero estos paseos en invierno.
Cada sábado noche que paseo, representa una semana más perdida, evoca los sueños de un joven descreído y diferente, casi autista, que se limita a observar el mundo mediante sus paseos. Sin emitir juicio de valor alguno. Como si su opinión no contase y de hecho no cuenta. Cada paseo es una mirada melancólica a la ciudad en la que vives. Cada paseo, piensas y sabes que estás en lo correcto, es igual que el anterior, pero a su vez nada coincide. Y, si te fijas, todo sigue igual. Y es cuando notas que lo que realmente cambia eres tú. Seguramente, te das cuenta entonces, de que, pasados unos años, cuando estés casado y tengas mayores responsabilidades aún, cuando tu yo de ahora, ese que pasea los sábados por el centro buscando algo de fe, a la postre efímera, como el mayor de los nihilistas, se retire de la circulación y se dedique a cambiar pañales, llegará un nuevo joven que pasearán por el mismo escenario, bajo la misma luz amarillenta, entre la misma niebla o bajo la mirada atenta de la misma luna. Y será cuando te des cuenta de todo, o casi todo lo anteriormente expuesto. Y te imaginas que, si lo hubieras conocido, Freud estaría orgulloso de ti.

Wao.


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